martes, 17 de septiembre de 2013

Jeremy

Ya habían pasado más de 90 minutos desde el momento en el que Jeremy entró a la casa a tratar de arreglar el servicio de Internet cuando María Elisa se metió a la ducha y nos quedamos a solas en la sala. El módem se estaba reiniciando una y otra vez. "El juego de la espera" dijo Jeremy, antes de preguntarme si iba a la universidad. "No", dije yo, "es ella quien va a MTSU, yo solo estoy de visita".
Después de otro silencio en ese juego de la espera me dijo que en el colegio había estudiado algo de español, pero que no había entendido casi nada de lo que María Elisa y yo hablábamos entre nosotros. Me preguntó de dónde éramos y me dijo que tenía una muy buena pronunciación, lo cual me hizo sentirme un poco incómodo porque en realidad mi pronunciación no es algo que me enorgullezca. Me preguntó mi edad y por un momento la olvidé. No estaba seguro, nunca estoy seguro de cuántos años tengo desde el momento en que cumplí 18 años. "Treinta y dos" le dije y la respuesta me asombró un poco. Jeremy empezó a jugar con su argolla de matrimonio y me dijo que él tenía 26, que estaba casado, que tenía dos hijos y que a veces se sentía terriblemente viejo. Por un momento alcancé a ver en sus ojos el adolescente apuesto que había sido pocos años atrás. Le dije que mi papá siempre dice que es su salud la que le recuerda que está viejo, pero que sigue sintiendo y pensando las mismas cosas desde los 25 años. Se rió un poco. Le dije que Tennessee me gustaba mucho, que la gente me parecía muy amable, que había vivido los últimos diez años en una ciudad de ocho millones de habitantes y que era bueno encontrarse por ahí con gente que sonríe y dice buenos días y que todo eso me recordaba un poco a mi ciudad natal. Jeremy me dijo que había vivido toda su vida en Hendersonville, un pueblo que queda a 10 minutos al norte de Nashville, que una vez tuvo unos amigos mexicanos y una amiga peruana y que le gustaría volver a hablar algo de español. Me agradeció que le ofreciera algo de tomar pero dijo que no tenía sed. Pensé en otras circunstancias podríamos hasta tomarnos una cerveza. Me preguntó cuántos años tenía mi papá y me dijo que probablemente cuando estuviera cerca de los sesenta él también volvería a sentirse joven. 
Cuando nos despedimos no hubo un apretón de manos. El módem nunca se reinició satisfactoriamente.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Bailar en Pareja

Saber bailar era una ventaja competitiva. Nos permitía entablar conversaciones largas con adolescentes atractivas que de otra forma no habríamos podido abordar y a veces hasta nos permitía salir con algún número de teléfono y eso era todo un logro para nosotros los bajitos, feítos, inseguros o poco agraciados que casi siempre terminábamos cumpliendo el papel del mejor amigo que oye las penas de aquella que desean y que sufre por otro como en "Amiga Mía" de Alejandro Sanz.

Bailar en pareja era nuestro modus operandi, una de las escasas herramientas de socialización que nos permitía ir más allá del "cómo te llamas" el "dónde estudias" el "en qué año estás" y el "si crees que el álgebra es dura espera a que empieces con el calculo". 

Saber bailar era una ventaja competitiva y en el salón solo Murillo, Beto y yo dominábamos la salsa, el merengue, el vallenato, el house noventero y los bailes colectivos como el Meneaíto, el Carrapicho, la Macarena y todo el repertorio de las minitecas noventeras.

Bailar en pareja era todo lo que uno quería antes de regresar a casa a media noche; sentir el bamboleo tímido y febril de la cintura apretada y la cadera generosa de una manizaleña joven al final del siglo pasado. 

Bailar en pareja lo era todo hasta que unas amigas viajaron en 1998 a San Andrés y se trajeron en la maleta un disco de El Chombo. Yo no sabía en aquel entonces lo que ese disco iba a significar en nuestras vidas, pero de ahí en adelante empezamos todos a bailar en círculos, haciendo exhibiciones de un sabor que ninguno de nosotros tenía y dejándome sin la ventaja competitiva que tuve hasta el momento en el que terminé el colegio. 

Se acabó el 98, pasó el año de servicio militar, empezó la universidad y bailar en pareja ya no era lo mismo. Años después llegó el tropipop y al baile en círculo se le sumó el aplauso y la pose costeña. Yo me dediqué a leer, a escribir, a hacer música, me dejé crecer la barba y el pelo y vi películas raras. En algún lugar tenía que encontrar otra venta competitiva. 

Ya no bailo tanto en pareja. Las cinturas de las mujeres de mi edad son cada vez menos estrechas y las caderas son cada vez menos firmes y cada vez hay más "cómo va el trabajo" y "cómo van los niños".

Parece que estoy nostálgico. Necesito un whisky.

martes, 10 de septiembre de 2013

Jessica

Había solicitado viajar junto a la ventana, pero la azafata me pidió amablemente que le cediera mi silla a una rubia pequeñita y sonriente que había llegado muy encartada con dos pequeñas obras de arte envueltas en cartón y que deseaba ubicar entre su silla y lo que en mi infinita ignorancia llamaré en este momento “pared del avión”.
Esta es la tercera vez que vengo a Estados Unidos y cada vez se me hace menos extraño que las mujeres les hablen a los hombres sin un motivo aparente; así que ya no siento que alguien me esté coqueteando al tratar de entablar una conversación amistosa.
Jessica me contó que había vivido en Bogotá durante un año, que cada vez que regresaba a Nashville le sorprendía más el acento marcado de sus paisanos y que entre más conocía el mundo menos apegada se sentía a la ciudad que la vio nacer. Yo le conté que venía a visitar a mi novia, que me sucedía lo mismo cada vez que iba a Manizales y que justo ahora la idea de ser un nómada se me hacía cada vez más atractiva.
Jessica me contó también que después de haber trabajado con el gobierno colombiano se fue a vivir a Afganistán y que ahora venía a pasar un mes con su familia antes de ir a hacer trabajo social a Malí. Las obras que traía envueltas en cartón, por cierto, habían sido un regalo hecho por un grupo de mujeres con el que había pasado unas semanas.

Valió la pena haberle cedido mi silla a Jessica. Nunca le dije mi nombre. No creo, tampoco, que vuelva a verla.

Destino Chocolate

Quiromancia, astrología, numerología, tarot, baraja de los ángeles, lectura del tabaco; durante la adolescencia me interesé en toda clase de suertes adivinatorias pero ninguna fue tan descabellada, irracional y llena de sorpresas y calorías como el oráculo de las Chocolatinas Jet.
Me sentaba en la cafetería con los amigos de la universidad después de la primera clase (que casi siempre se acababa a las nueve o diez de la mañana) y solíamos hablar de cualquier cosa, estudiar para la clase siguiente o apostar algunas monedas a la baraja francesa. Mi combinación de media mañana solía incluir café negro, una chocolatina Jet y – dependiendo del ánimo – un Derby que me fumaba sin afán y sin preocupaciones cuando todavía se podía echar humo en un espacio cerrado.
La lámina, la figurita, la mona, el cromo (o como decidamos llamar a la imagen impresa que acompañaba cada chocolatina) servía para pegarse en un álbum de Historia Natural que casi ninguno de nosotros pudo llenar pese a los esfuerzos. A Octavio Escobar le sirvió para hacer literatura, a mí para crear mi propio oráculo y leer a mitad de cada mañana cómo iba a ser mi día dependiendo de la descripción del animal, la planta, el planeta o la era geológica que viniera con cada chocolatina.
Guardé muchas de las figuritas con especial esmero, particularmente cuando su descripción solía predecir de forma acertada lo que me depararía el día; así que por ahí quedaron recuerdos de un día tigre, un día pleistoceno, un día dodo, un día helecho o un día Venus. Varios años más tarde mi hermano Manuel tomó muchas de esas figuras para forrar las tapas de un cuaderno donde describió la pena de un amor maltrecho y tomó también las notas de lo que haríamos para producir nuestro segundo disco.

Esta es una mañana soleada y escribo desde la cafetería de una universidad en el centro de Tennessee. No hay chocolatinas Jet, el café que se consigue aquí es peor que malo y ya no fumo (y aunque lo hiciera no podría echar humo en un espacio público). Vaya uno a saber qué me depararía hoy el oráculo de las chocolatinas. Podría este ser un martes pavo real, un martes australopiteco, un martes sapo de Surinam o un martes catleya; un martes afortunado a un martes negro como el café que quiero tomarme y como los que temen los norteamericanos cuando despiertan sus recuerdos de septiembre.