No me
produce más que preocupación ver a la opinión pública colombiana tan dividida,
tan polarizada y tan agresiva con el vecino como en estas elecciones
presidenciales, en esta segunda vuelta en las que las circunstancias nos han
puesto a escoger entre opciones que no estaban ni remotamente cerca de ser las
mejores porque así es la democracia y eso es lo que bajo las reglas de juego
quiere la mayoría.
Y me
preocupa ver cómo nuestras opiniones o nuestras simpatías políticas se ven
determinadas por figuras personales y no por ideas colectivas. Esa democracia de dos
siglos de la que nos ufanamos, construye y fortalece opiniones alrededor de las
tesis de un individuo, de su carácter personal y no de las ideas comunes sobre
el bienestar de la sociedad que caracterizan un partido. Nuestra democracia es
caudillista, nunca partidista.
Pero
tampoco es que podamos esperar mucho más en autodenominado País del Sagrado
Corazón de Jesús. Los colombianos estamos mal educados como casi todas las
sociedades mayoritariamente católicas del mundo. Y así como colectivamente
creemos en la existencia de un creador que nos puso en el mundo y en un mesías dispuesto
a morir por nuestros pecados, confiamos también en que las acciones heroicas
del caudillo son las que van a salvarnos del destino fatal que un dios nos puso
por delante.
Satanizamos
a todo aquel que no esté de acuerdo con nosotros, somos tan obtusos en el diálogo
con quien piensa diferente como lo fueron los cruzados y la Inquisición
erradicando la peste de otras creencias en Europa y tristemente nos refugiamos
en el caudillo o en su contraparte para sustentar nuestras decisiones
democráticas. Nos volvemos entonces caudillistas o anticaudillistas, uribistas
o antiuribistas, petristas o antipetristas, santisas o antisantistas; nos convertimos en votantes ideales para aquellos que quieren convencernos de que la coyuntura política que vivimos es histórica, única, decisiva y que no apoyarlos es preparar el camino para la hecatombe.
Yo no creo
en la existencia de un dios todopoderoso, ni creo en mesías salvadores; no creo
en super héroes con poderes
sobrenaturales (el único que me gusta es Batman cuyo único superpoder es el
dinero) ni mucho menos en caudillos generados por el designio divino para
salvar sociedades.
Yo creo que
la transformación de las sociedades se da precisamente como una construcción colectiva,
pero infortunadamente siento que en Colombia estamos cada vez más lejos de esa
búsqueda en grupo de soluciones reales para nuestra sociedad. Optamos por la
vía fácil de acomodarnos detrás de un caudillo y gritar improperios a la gente
del otro bando sin escuchar sus razones, sin dialogar con ellos, sin proponer
tesis y antítesis para encontrar soluciones. Preferimos la pelea al diálogo, la
confrontación a la construcción, preferimos matarnos por el color de la
camiseta que llevamos puesta antes de reconocer que el otro, el que piensa
diferente, también es dueño de esta patria y hace parte de este pueblo.
Sin
importar el resultado de las elecciones del próximo domingo, la mitad del país celebrará
con regocijo la victoria del mesías y la otra mitad se lamentará por la
entronización del demonio y, para bien o para mal, ninguno de los bandos estará
del todo en lo correcto. No es más que un mesías o un demonio de turno, porque
todavía no hemos aprendido – en 200 años de historia como república – a buscar
el bien como colectividad, como partido, y a dialogar entre colectividades para
procurar el bienestar de todos.