Tengo varios amigos homosexuales y al menos uno bisexual. La gente siempre les pregunta cuándo se dieron cuenta de que eran homosexuales y yo siempre contrapregunto: ¿cuándo se dio cuenta usted de que era heterosexual?
No sé exactamente cuándo me di cuenta yo de que las mujeres eran atractivas. Tengo algunas imágenes borrosas de una compañera de kínder llamada Sandra Catalina y de una vecina de mis primas en Ibagué llamada Milena de las cuales afirmaba yo (sin que Sandra Catalina lo supiera) que eran mis novias. También tengo imágenes vagas de Rudy Rodríguez en Las Ibáñez, dejándome sin aliento frente al televisor gracias a sus vestidos de corsé y escote pronunciado.
Pero tengo un recuerdo vívido, una imagen clarísima de la primera vez que me sentí completamente seguro de que en unos cuantos años iba a necesitar una mujer a mi lado, tocarla, oírla hablar, oler su pelo y sus manos.
Yo estaba en segundo de primaria y mi papá nos llevó en una tarde de domingo a mi hermano y a mí a ver una función del Circo Montecarlo (es probable que el nombre haya sido una invención mía, un error en la memoria) porque Manuel ya tenía edad suficiente para ver animales y trapecistas. Mi papá siempre nos contaba historias de cómo habían sido sus meses como trapecista y payaso de un circo en Urabá y yo siempre le prestaba atención sin importarme que las historias fueran siempre iguales. Pero ese día, mientras mi papá repetía de nuevo su retahíla, yo me quedé callado observando una trapecista de ese circo mientras sonaba La Isla Bonita de Madonna.
Caminó vestida en un enterizo brillante y medias veladas hacia el centro del anillo, movió sus manos con gracia y sonrió al público. Luego se prendió de una soga que venía del techo y se elevó hasta una plataforma que pendía de una columna lateral. Se prendió del trapecio y empezó a balancearse de un lado al otro. Tenía el pelo recogido con minucia sobre la coronilla, los ojos maquillados con colores brillantes y unas pestañas postizas que al abrir los ojos llegaban más arriba de sus cejas. De un momento al otro saltó de un trapecio al otro donde la recibió un tipo de espalda ancha. La rutina de saltos y piruetas se prolongó durante toda la canción. Yo estaba tan maravillado viendo su cuerpo flotar por el aire que por un momento olvidé el temor que me produce imaginar que uno de esos trapecistas se vaya contra el piso.
Nada me hizo dejar de pensar en ella a lo largo del día; ni el rugido de los tigres, ni las historias de mi papá, ni las tiras cómicas de la revista Los Monos que leí en la noche. Nada me hizo dejar de pensar en ella.
Ya pasaron 27 años. Cada vez que suena La Isla Bonita recuerdo ese circo.