Ayer se fue la luz en Chipre. Tenía trabajo para hacer, pero el apagón duró varias horas y no tuve más opción que entregarme al ocio y fue así como en una sola sentada leí casi 200 páginas de El Olvido Que Seremos, de Héctor Abad Faciolince. El libro entero es conmovedor porque es muy fácil identificarse con la familia del autor, con sus dolores, con sus costumbres. Cuando Cecilia, la mamá de Héctor, le dijo que ese día estaba cumpliendo años su difunta hermana; pensé en mis muertos, en mis amigos muertos que en esta memoria no dejan de cumplir años y que en algún otro plano tienen ahora también más de 30 años, como yo.
Salí en la noche a caminar con mi familia. Pasamos por el frente de Las Colinas, entonces es febrero de 1997 y Lucas me llama desde el teléfono público del frente y me invita a reunirme con ellos a tomar aguardiente y a hablar de música y yo le digo que no, que estoy cansado; sin saber que esa es nuestra última conversación telefónica. Después de caminar un rato pasamos también por el frente de la casa donde Lucas vivía al momento de morir y es lunes y su mamá está sentada en su cama llorando y cae la tarde y nos dice que no la dejemos sola, que volvamos a su casa, que quiere seguir oyéndonos por todas partes y yo veo la primera de todas las canas que aparecerán en su cabellera en los meses por venir.
Pasamos por la cuadra donde solíamos reunirnos a mitad de la adolescencia y entonces me dice Lucas, parado en la puerta de la casa de Leo, que saque su diario de su computador si algo le llega a pasar en la moto y yo me río y le digo que deje de decir güevonadas.
Cuando llegamos a la casa de mi abuela, me llamó Mauricio, me dijo que me recogía en el carro y que hiciéramos algo. Fuimos hasta Villa Pilar a conocer el apartamento que ahora Leo comparte con su novia. Leo sacó un álbum de fotos porque ahí aparezco yo haciéndole una lectura de la baraja a mis amigos. Después de reírnos mucho llegamos a la parte del álbum de fotos en la que todos están reunidos en un asado celebrando el cumpleaños número 15 de Lucas, ese en el que su papá le regaló la moto en la que se accidentó cinco meses después. Así que ahora vamos juntos en la moto desde el colegio hasta Chipre. El viento nos despeina y yo lo veo todo claramente: Lucas deja de cumplir años, Lucas muere, Lucas no tiene más de 30 años sino que queda congelado en el tiempo y es por eso que en el futuro lo mantengo cerca. Si Lucas no se accidenta en esta moto entonces creceremos y tomaremos distancia, él escogerá una profesión y un estilo de vida que lo alejarán del mí, no nos veremos casi nunca, nos crecerá la frente, nos saldrán arrugas, nos pondremos barrigones y aunque siga recordando su fecha de cumpleaños se convertirá en un perfecto desconocido, en alguien que alguna vez fue mi amigo pero con quien ya no tendré nada en común, como muchos otros de esos amigos que suelen reunirse ahora conmigo en la calle, a mitad de la adolescencia.