Pasaban corriendo con el uniforme del jardín lleno de mugre, con la lonchera en la mano o un maletincito en la espalda, oliendo a infancia, a regueros de jugo, a pintura no tóxica, a colbón. Casi siempre paraban junto a mi mesa y me saludaban antes de montarse al carro que las llevaba de vuelta a casa, me daban un beso en la mejilla y con un "Hola Juan" o un "Chao Juan" lograban que mis amigas universitarias se derritieran de ternura. "Están gigantes", les decía yo a mis amigas.
¿Y cómo no verlas enormes si yo las recordaba como un par de mamíferos rosaditos envueltos en prendas de lana en una habitación del Hospital Universitario de Caldas? Ese día mi mamá y mi papá habían salido temprano. Hay una foto en la que a ella, en la puerta de la casa, se le nota el nerviosismo propio de quien sabe que va a someterse a una anestesia general y tiene una barriga enorme y cara de niña muy a pesar de sus 31 años. Poco antes del medio día alguien fue a recogernos a la casa a Manuel y a mí. Llegamos hasta el hospital y nos dijeron que mi mamá estaba bien y nos asomamos hasta el cuarto donde estaban ellas dos.
Aprendimos a cargarlas, a darles tetero, a hacerlas reír, a gatear con ellas, a enseñarles bisílabos y monosílabos, a caminar tras ellas cuando ya era el momento, a aplaudir sus ocurrencias y sus canciones improvisadas, a tenerles paciencia cuando lloraban más de la cuenta o cuando pasaban del juego a la pelea.
Aprendí a verlas crecer de lejos cuando llegó la hora y tuve que irme de casa, a aceptar que ya no eran mis hermanitas sino mis hermanas, a lidiar con los celos de llegar y verlas de la mano de un hombre; pero no aprendo todavía a lidiar con estas ganas esporádicas que siento de darles una abrazo estando tan lejos.
Con Manuel nunca me sentí como un hermano mayor, nunca creí poder enseñarle nada, siempre fui su par. Con ellas me sentí grande, protector, comprometido, celoso, serio.
Los años han pasado y todo ha sido un abrir y cerrar de ojos. La distancia que una vez nos dio la diferencia de edad se está borrando a paso acelerado y ahora podemos sentarnos los cuatro a hablar de cualquier cosa y tomarnos una cerveza, como si viniéramos viajando todos juntos desde otras vidas, como si fuésemos Cástor, Póllux, Clitemnestra y Helena.
"Vimos a tus hermanas - dicen mis amigas de la universidad - y están enormes". Ya no las veo tan grandes, creo yo. Ya no me siento tan adulto, tan hermano mayor. Tengo la impresión de que uno de estos días voy a pasar por su lado con una lonchera en la mano o un maletincito en la espalda y con un beso en la mejilla y un "Hola Paula" o un "Hola Luisa" lograré que sus amigas se derritan de ternura, así como hoy me estoy derritiendo yo de amor y nostalgia por ellas.