jueves, 12 de diciembre de 2013

Crash


Felipe es el hermano mayor de un amigo mío. De hecho es el segundo de tres hermanos y Juan David - el menor de los tres - ha sido mi amigo durante más de 15 años ya. Felipe y su hijo Jerónimo fueron atropellados esta mañana por una mujer que conducía su automóvil con exceso de velocidad y que - según se publicó en El Tiempo - tenía algo de alcohol en su torrente sanguíneo. La noticia publicada en El Tiempo, de hecho, afirma que fueron atropelladas cuatro personas más (dos hombres y dos niños) pero ellos no registran lo que sucedió con Felipe y Jerónimo, ya que fueron trasladados a un centro asistencial distinto. Lo de Felipe lo leí en La Patria y lo confirmé a través de mis amigos.
Me cuentan que Juan David está tranquilo, a pesar de que Felipe ha sido sometido a dos intervenciones quirúrgicas y pasará a cuidados intensivos, en medio de un coma inducido.
Las noticias generan empatía cuando hay nombres de por medio, cuando hay historias, cuando hay caras conocidas, cuando uno siente que el del titular pudo haber sido uno. Tal vez por eso fue que me fui desencantando lentamente del periodismo, se me hizo inhumano y triste en el camino.
La casa en la que crecieron mi amigo y sus hermanos solía estar siempre iluminada en navidad por decenas de juegos de luces. Llenaban los arbustos del antejardín, las ventanas, las puertas. Mi mamá me dijo que se iba a poner a rezar por ellos, que había que tener fe en que todo iba a salir bien.
¿Y los que no rezamos? Lo único que puedo hacer mañana temprano es llamar a Juan David y decirle que si en algo puedo ayudar, cuente conmigo. Allá, en la casa de mi amigo y sus hermanos, se quedó un pedazo de mi adolescencia; dejé unos besos en la sala, en la cocina y en el garaje, dejé lágrimas y dejé sonrisas. Parte de lo que uno ha sido se queda en la gente y los espacios que ha querido.
¿Y los que no rezamos? Lo único que puedo hacer es esperar que todo salga bien. Nada más. 

martes, 29 de octubre de 2013

Aeroplano

Cuando despegamos apenas iba a amanecer. Varios pasajeros cerraron sus ventanillas porque ahí venía el sol de la mañana pero yo me preparé a presenciar ese espectáculo increíble de dejar el suelo y recorrer en horas lo que en otros tiempos hubiera tomado días o semanas. 
Unos segundos después de despegar se podían ver los edificios del centro de Nashville, las luces iluminando los barrios de aquellos que aún no despertaban, los carros moviéndose por la Interestatal por la que María Elisa ya iría de regreso hacia Murfreesboro. 
Con toda la tristeza que da despedirse aún me emociona subirme a un avión, aún me parece un poco milagroso estar a miles de metros sobre el suelo y moviéndome a velocidades increíbles sin notarlo.
Atravesamos una barrera de nubes y murió la noche. El sol entró de lleno por las ventanillas del costado izquierdo como si el amanecer hubiera sido apenas cuestión de segundos. Volví a sentirme conmovido como la primera vez, como esa tarde en la que viajé por primera vez de Manizales a Medellín. En un par de horas vendrían los Everglades, el Océano Atlántico, las playas y los edificios de Miami, la noche lluviosa en Bogotá.
Sigo sintiendo que volar es un milagro contemporáneo.

martes, 17 de septiembre de 2013

Jeremy

Ya habían pasado más de 90 minutos desde el momento en el que Jeremy entró a la casa a tratar de arreglar el servicio de Internet cuando María Elisa se metió a la ducha y nos quedamos a solas en la sala. El módem se estaba reiniciando una y otra vez. "El juego de la espera" dijo Jeremy, antes de preguntarme si iba a la universidad. "No", dije yo, "es ella quien va a MTSU, yo solo estoy de visita".
Después de otro silencio en ese juego de la espera me dijo que en el colegio había estudiado algo de español, pero que no había entendido casi nada de lo que María Elisa y yo hablábamos entre nosotros. Me preguntó de dónde éramos y me dijo que tenía una muy buena pronunciación, lo cual me hizo sentirme un poco incómodo porque en realidad mi pronunciación no es algo que me enorgullezca. Me preguntó mi edad y por un momento la olvidé. No estaba seguro, nunca estoy seguro de cuántos años tengo desde el momento en que cumplí 18 años. "Treinta y dos" le dije y la respuesta me asombró un poco. Jeremy empezó a jugar con su argolla de matrimonio y me dijo que él tenía 26, que estaba casado, que tenía dos hijos y que a veces se sentía terriblemente viejo. Por un momento alcancé a ver en sus ojos el adolescente apuesto que había sido pocos años atrás. Le dije que mi papá siempre dice que es su salud la que le recuerda que está viejo, pero que sigue sintiendo y pensando las mismas cosas desde los 25 años. Se rió un poco. Le dije que Tennessee me gustaba mucho, que la gente me parecía muy amable, que había vivido los últimos diez años en una ciudad de ocho millones de habitantes y que era bueno encontrarse por ahí con gente que sonríe y dice buenos días y que todo eso me recordaba un poco a mi ciudad natal. Jeremy me dijo que había vivido toda su vida en Hendersonville, un pueblo que queda a 10 minutos al norte de Nashville, que una vez tuvo unos amigos mexicanos y una amiga peruana y que le gustaría volver a hablar algo de español. Me agradeció que le ofreciera algo de tomar pero dijo que no tenía sed. Pensé en otras circunstancias podríamos hasta tomarnos una cerveza. Me preguntó cuántos años tenía mi papá y me dijo que probablemente cuando estuviera cerca de los sesenta él también volvería a sentirse joven. 
Cuando nos despedimos no hubo un apretón de manos. El módem nunca se reinició satisfactoriamente.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Bailar en Pareja

Saber bailar era una ventaja competitiva. Nos permitía entablar conversaciones largas con adolescentes atractivas que de otra forma no habríamos podido abordar y a veces hasta nos permitía salir con algún número de teléfono y eso era todo un logro para nosotros los bajitos, feítos, inseguros o poco agraciados que casi siempre terminábamos cumpliendo el papel del mejor amigo que oye las penas de aquella que desean y que sufre por otro como en "Amiga Mía" de Alejandro Sanz.

Bailar en pareja era nuestro modus operandi, una de las escasas herramientas de socialización que nos permitía ir más allá del "cómo te llamas" el "dónde estudias" el "en qué año estás" y el "si crees que el álgebra es dura espera a que empieces con el calculo". 

Saber bailar era una ventaja competitiva y en el salón solo Murillo, Beto y yo dominábamos la salsa, el merengue, el vallenato, el house noventero y los bailes colectivos como el Meneaíto, el Carrapicho, la Macarena y todo el repertorio de las minitecas noventeras.

Bailar en pareja era todo lo que uno quería antes de regresar a casa a media noche; sentir el bamboleo tímido y febril de la cintura apretada y la cadera generosa de una manizaleña joven al final del siglo pasado. 

Bailar en pareja lo era todo hasta que unas amigas viajaron en 1998 a San Andrés y se trajeron en la maleta un disco de El Chombo. Yo no sabía en aquel entonces lo que ese disco iba a significar en nuestras vidas, pero de ahí en adelante empezamos todos a bailar en círculos, haciendo exhibiciones de un sabor que ninguno de nosotros tenía y dejándome sin la ventaja competitiva que tuve hasta el momento en el que terminé el colegio. 

Se acabó el 98, pasó el año de servicio militar, empezó la universidad y bailar en pareja ya no era lo mismo. Años después llegó el tropipop y al baile en círculo se le sumó el aplauso y la pose costeña. Yo me dediqué a leer, a escribir, a hacer música, me dejé crecer la barba y el pelo y vi películas raras. En algún lugar tenía que encontrar otra venta competitiva. 

Ya no bailo tanto en pareja. Las cinturas de las mujeres de mi edad son cada vez menos estrechas y las caderas son cada vez menos firmes y cada vez hay más "cómo va el trabajo" y "cómo van los niños".

Parece que estoy nostálgico. Necesito un whisky.

martes, 10 de septiembre de 2013

Jessica

Había solicitado viajar junto a la ventana, pero la azafata me pidió amablemente que le cediera mi silla a una rubia pequeñita y sonriente que había llegado muy encartada con dos pequeñas obras de arte envueltas en cartón y que deseaba ubicar entre su silla y lo que en mi infinita ignorancia llamaré en este momento “pared del avión”.
Esta es la tercera vez que vengo a Estados Unidos y cada vez se me hace menos extraño que las mujeres les hablen a los hombres sin un motivo aparente; así que ya no siento que alguien me esté coqueteando al tratar de entablar una conversación amistosa.
Jessica me contó que había vivido en Bogotá durante un año, que cada vez que regresaba a Nashville le sorprendía más el acento marcado de sus paisanos y que entre más conocía el mundo menos apegada se sentía a la ciudad que la vio nacer. Yo le conté que venía a visitar a mi novia, que me sucedía lo mismo cada vez que iba a Manizales y que justo ahora la idea de ser un nómada se me hacía cada vez más atractiva.
Jessica me contó también que después de haber trabajado con el gobierno colombiano se fue a vivir a Afganistán y que ahora venía a pasar un mes con su familia antes de ir a hacer trabajo social a Malí. Las obras que traía envueltas en cartón, por cierto, habían sido un regalo hecho por un grupo de mujeres con el que había pasado unas semanas.

Valió la pena haberle cedido mi silla a Jessica. Nunca le dije mi nombre. No creo, tampoco, que vuelva a verla.

Destino Chocolate

Quiromancia, astrología, numerología, tarot, baraja de los ángeles, lectura del tabaco; durante la adolescencia me interesé en toda clase de suertes adivinatorias pero ninguna fue tan descabellada, irracional y llena de sorpresas y calorías como el oráculo de las Chocolatinas Jet.
Me sentaba en la cafetería con los amigos de la universidad después de la primera clase (que casi siempre se acababa a las nueve o diez de la mañana) y solíamos hablar de cualquier cosa, estudiar para la clase siguiente o apostar algunas monedas a la baraja francesa. Mi combinación de media mañana solía incluir café negro, una chocolatina Jet y – dependiendo del ánimo – un Derby que me fumaba sin afán y sin preocupaciones cuando todavía se podía echar humo en un espacio cerrado.
La lámina, la figurita, la mona, el cromo (o como decidamos llamar a la imagen impresa que acompañaba cada chocolatina) servía para pegarse en un álbum de Historia Natural que casi ninguno de nosotros pudo llenar pese a los esfuerzos. A Octavio Escobar le sirvió para hacer literatura, a mí para crear mi propio oráculo y leer a mitad de cada mañana cómo iba a ser mi día dependiendo de la descripción del animal, la planta, el planeta o la era geológica que viniera con cada chocolatina.
Guardé muchas de las figuritas con especial esmero, particularmente cuando su descripción solía predecir de forma acertada lo que me depararía el día; así que por ahí quedaron recuerdos de un día tigre, un día pleistoceno, un día dodo, un día helecho o un día Venus. Varios años más tarde mi hermano Manuel tomó muchas de esas figuras para forrar las tapas de un cuaderno donde describió la pena de un amor maltrecho y tomó también las notas de lo que haríamos para producir nuestro segundo disco.

Esta es una mañana soleada y escribo desde la cafetería de una universidad en el centro de Tennessee. No hay chocolatinas Jet, el café que se consigue aquí es peor que malo y ya no fumo (y aunque lo hiciera no podría echar humo en un espacio público). Vaya uno a saber qué me depararía hoy el oráculo de las chocolatinas. Podría este ser un martes pavo real, un martes australopiteco, un martes sapo de Surinam o un martes catleya; un martes afortunado a un martes negro como el café que quiero tomarme y como los que temen los norteamericanos cuando despiertan sus recuerdos de septiembre.

jueves, 22 de agosto de 2013

Un edificio en la séptima con 66


Las primeras personas con las que desarrollé un vínculo amistoso en Bogotá fueron cuatro caleñas que estudiaban en la Javeriana y compartían un apartamento en un edificio en la séptima con 66. Ellas se salían de mi círculo social (no tenían nada que ver con los amigos que dejé en Manizales o con los amigos manizaleños que vivían en Bogotá), pero de manera desinteresada tuvieron la amabilidad de invitarme a su casa, de cocinar para mí, de compartir conmigo sus muebles viejos y su vino de caja.
En la sala de ese cuarto piso hablé sobre literatura, sobre teología, sobre música, sobre el sentido aparente de la vida; aprendí algunas palabras en alemán (que olvidé a la vuelta de unos meses), tomé vino, comí pasta, fumé marihuana y me reí con la confianza y la familiaridad que no esperaba desarrollar en tan poco tiempo con un grupo de desconocidos. 
Hace una semana pasé en un taxi por la carrera séptima con calle 66 y vi que demolieron el edificio. No sé qué pasó con las que en aquel entonces fueron mis cuatro amigas caleñas y si algo logra describir el sentimiento que me genera Bogotá en la actualidad es la palabra agotamiento. Estoy cansado.
Me imagino que ahora construirán un edificio más alto, donde cabrán más universitarios, que también hablarán sobre música, sobre literatura y sobre el sentido de la vida, esa vida cíclica que a la vuelta de unos años tumbará de nuevo ese edificio y llevará a nuevos adultos a preguntarse qué será de la vida de aquellos que una vez fueron sus amigos y tuvieron la amabilidad de abrirles las puertas de su casa. 

domingo, 18 de agosto de 2013

Comentarios Inútiles 37

1. En la puerta trasera del Carulla del Parkway suele ubicarse una mujer a vender bolsas para la basura. Es una negra dulce de voz suave y trato cariñoso con sus clientes. Tiene unas trenzas menudas bien cuidadas y cuando le hago alguna compra siempre se despide con un "gracias, mi corazón". Supongo que me entró la nostalgia del barrio ahora que estoy preparando todo para irme de La Soledad.
2. Conocí este barrio hace más de 10 años, cuando estudiaba inglés en un instituto del que luego me convertí en profesor. Me cansaba un poco el ruido de Chapinero y caminar por las calles de La Soledad en las noches me daba un poquito de paz, me recordaba a Chipre después de las 10 u 11 de la noche. En las calles, en los antejardines o las ventanas veía gatos y a veces olía a jazmín, lo cual me hacía sentirme como en casa. Pensé que sería bonito vivir alguna vez en este barrio. Cuando llegué a este apartamento desocupado, con un bonsai en la mano, pensé que al fin me había hecho adulto.
3. Leí en poco más de una semana "Vida", la autobiografía de Keith Richards que en un ataque de cariño me prestó o regaló (aun no lo sé bien) Alejandro Marín. Siempre he sido un seguidor entusiasta de los Beatles, lo que en muchas ocasiones implica tomar partido y perderse uno de la música maravillosa de los Stones. Richards me pareció, más que nada, un tipo franco y sensato que corrió con la suerte de hacer las cosas bien en el momento histórico indicado. Gran parte del libro transcurre al son de sus anécdotas sobre su relación con la música y las drogas, pero probablemente los pasajes más hermosos del libro son aquellos que lo muestran como hijo, nieto, padre o abuelo de alguien.
4. Tres conclusiones fundamentales me quedan después de leer el libro: a. Juntarse y hacer música con personas diferentes a uno siempre da buenos resultados o - al menos - música valiosa. b. No está de más tener una guitarra eléctrica afinada en Sol abierto. c. The Beatles y The Rolling Stones no son, en absoluto, actos comparables. Hubo una coincidencia histórica durante la década de 1960, pero tienen genealogías, desarrollos y resultados muy diferentes. El hecho de que a mí me gusten más los Beatles no los hace necesariamente mejores que los Stones.
5. Anoche hablaba con María Elisa acerca del rechazo que persiste entre las personas de las provincias del país frente al bogotano. Yo no sé de dónde vendrá ese rechazo marcado, pero sean cuales sean sus orígenes la historia reciente ha demostrado que muchos de los habitantes de Bogotá vienen de otros lugares del país o son hijos o nietos de provincianos; lo cual en mi opinión debería ir borrando de alguna manera esa barrera histórica que existió entre el santafereño elitista y el provinciano tosco y maleducado. Yo sigo creyendo que el lugar de procedencia no es más que un accidente, una cuestión del azar y que existen personas buenas y malas, compasivas y desconsideradas, amables e insoportables en todos los rincones del mundo. Es una pena: Del costeño que se la monta al cachaco, del capitalino que se cree mejor que el provinciano, del español que se cree mejor que un sudaca y de los taxistas parisinos que se niegan a montar extranjeros en sus taxis a las ideas de raza propias del nacionalsocialismo hay un par de brinquitos de discurso porque la ideología viene siendo la misma. Creer que uno proviene del mejor lugar del mundo lo único que indica es falta de mundo.
6. En una de las anécdotas de su autobiografía, Keith Richards cuenta cómo tuvo que tomar una vez un taxi en París al salir del aeropuerto. El conductor del taxi que encabezaba la fila le dijo que mejor se dirigiera al segundo de la fila. Éste a su vez le dijo que el que tenía la obligación de llevarlo era el primero. Richards sacó una navaja y se la puso en el cuello al taxista que encabezaba la fila y le volvió a pedir que lo llevara al lugar a donde se dirigía. Cuenta que meses después se enteró que los taxistas parisinos no solo tenían fama de tratar mal a los extranjeros sino que incluso eran peores con los franceses de las provincias.
7. Es curioso que terminar un libro deje una especie de desasosiego, de nostalgia. Es como irse de un barrio en el cual uno pasó buenos momentos. Queda el consuelo de los barrios y los libros por venir.

martes, 13 de agosto de 2013

De Noche en la Montaña


Yo sé que esto no es un blog sobre Gatoblanco (perdonarán los lectores asiduos) pero desde hace días vengo con necesidad de tratar algunos temas relacionados al grupo, probablemente porque estamos grabando música nueva y cuando uno trabaja en algo reflexionar sobre lo que se ha hecho hace parte del proceso.
Vengo revisando varias de las canciones viejas, pensando qué debemos y que no debemos tocar ahora que volvamos al escenario y hace unos días me encontré con una canción que tocamos solamente una vez en vivo porque la nuestra es una banda pop y de pop esta canción no tiene nada: De Noche en la Montaña.
¿Dónde está el punto intermedio donde convergen de manera consciente y responsable el entretenimiento y la realidad del país? ¿Se puede hacer entretenimiento generador de conciencia en un país como Colombia y en las circunstancias tan difíciles generadas por los poderes económicos establecidos y el conflicto armado que parece no tener fin?
De Noche en la Montaña fue una canción que compusimos para Nocturno. A diferencia de muchas de nuestras canciones habla de un tema aterrizado en la realidad: el conflicto armado. La primera parte de la canción está cantada (o contada) desde el punto de vista de un campesino amenazado por el conflicto, la segunda por un secuestrado y la tercera por un combatiente. De noche, allá afuera donde trascurre el país, el conflicto, las noticias horribles, hay gente que teme por su vida todas las noches. ¿Y qué podemos hacer nosotros? No sé, no lo sé bien, no tengo una respuesta. Si no se compromete uno en causas activas por lo menos tiene el deber de no olvidarse de lo que sucede en su entorno, que es lo que parecen hacer muchos de esos colombianos que viven tranquilos en el país (porque a mí, la verdad, la insensibilidad no me da como para vivir tranquilo en Colombia).
Tratamos de hacer algo en ese momento con la canción. Si mal no recuerdo nuestro manager quiso que la canción hiciera parte de una campaña de responsabilidad social pero no pasó mucho. ¿Por qué? Bueno, porque "la suya es una banda de pop y de pop esa canción no tiene nada".
De Noche en la Montaña by Gatoblanco on Grooveshark

domingo, 4 de agosto de 2013

Sweet Sayonara

Estaba completamente desorientado. Se nos había acabado el contrato discográfico que teníamos, eran cada vez menos las actividades que desarrollábamos en pro de la banda, había tenido que conseguirme un empleo, de alguna manera estábamos tomando cierta distancia con nuestro manager y en el fondo nos preguntábamos en silencio si valía la pena seguir con Gatoblanco.

Solíamos ensayar en la terraza de Manuel en el sector de Galerías (la misma donde grabamos parte del videoclip de Vivo) y un día empezó a salir una secuencia de acordes que nos gustó mucho. Empecé a balbucear una melodía con una serie de sílabas sin sentido. Oyendo una de las grabaciones me pareció distinguir las palabras sweet y sayonara en el coro. Se los dije a Sebastián y a Manuel y a todos nos dio risa. 
Fue Sebastián el que propuso que tratáramos de desarrollar una idea a raíz de esas dos palabras: Sweet Sayonara, una dulce despedida.
¿Pero cómo escribir una canción sobre una dulce despedida cuando la última despedida que había vivido había sido decididamente amarga? 

Por esos días - a principios de 2011 - yo estaba empezando a acercarme con juicio a textos de Srila Prabuphada, al Bhagavad Guitá y estaba empezando a estudiar cuáles eran los preceptos básicos de filosofías orientales como el budismo, el hinduismo y el Movimiento Internacional Para la Conciencia de Krishna. Después de terminar una relación de pareja sólida y bonita terminé metido en un romance malsano y salirme de esa situación me tomó esfuerzo, paciencia, tiempo y sobre todo entendimiento, conciencia. ¿Y Gatoblanco? Gatoblanco parecía no encontrar el norte. Volqué toda la rabia contenida durante meses en los versos de Sweet Sayonara. Entendí al escribir la letra de la canción que la única forma de deshacerse de un amor malsano es el olvido (el olvido genuino) y que el olvido solo llega a través del perdón, así que el perdón, el olvido, la indiferencia y el silencio son las únicas herramientas útiles, la única venganza posible.
A la larga Sweet Sayonara resultó ser una canción violenta, rabiosa, pero bonita. La acepté como llegó. Uno no es amoroso, luminoso  y no ve el panorama claramente todo el tiempo. A veces la única forma de salir victorioso es irse por la puerta trasera y tomar un camino que aparentemente no lleva a ninguna parte.

miércoles, 31 de julio de 2013

Montadores

Twitter es una tribuna muy divertida, una herramienta muy útil para compartir con los demás lo que uno está pensando, una forma sencilla de entrar en contacto con personas que comparten con uno sus intereses o un generador de lecturas de la sociedad que a veces me preocupan.
La gran mayoría de las cuentas que sigo en Twitter son de colombianos y no sé si sea nuestra colombianidad o simplemente parte de la naturaleza humana esta facilidad de salir en manada, en grupo, en gavilla a montársela a alguien, en molestar a quien se equivoca, en despacharnos en reclamos ante quienes consideramos que son injustamente más exitosos que nosotros.
Hace más de tres décadas los colombianos inventaban chistes y se mofaban de la aparente estupidez del entonces presidente Julio César Turbay Ayala. Esos chistes me dieron a mí, años después, la idea de que Colombia había tenido una vez un presidente estúpido y como niño me parecía increíble que el cargo más importante de la nación hubiera sido ocupado alguna vez por un tonto. 
Lo mismo pasa ahora con personajes como Natalia París y como Vicky Dávila que son el blanco constante de las burlas de quienes las catalogan de tontas. Hace unos días Vicky Dávila se hartó del matoneo y le respondió de forma poco diplomática a un usuario de Twitter y varias personas salieron a reprocharle el comportamiento, afirmando que no era así como debería comportarse una periodista de su talla. Me hicieron pensar en los niños montadores que en la primaria se dedican a molestar a quienes consideran más débiles y cuando los matoneados tratan de ponerlos en su lugar, corren a quejarse ante los padres y los maestros. 

Siempre he considerado que la infancia no es solamente el momento de mayor lucidez sino también el de mayor crueldad, ya que nadie es tan desconsiderado con la burla y con el señalamiento como un niño. A veces me pongo a leer lo que corre por el time line de Twitter y me parece estar viendo un grupo de niños que van cambiando por temporadas el objeto de matoneo, el mocoso débil al que hay que montársela porque las circunstancias así lo ameritan. Y pareciera como si cada quien buscara parecer más ingenioso frente a los demás en esta práctica de matoneo adulto, pero la diferencia es que no solo conservamos la crueldad de la infancia sino que para colmo y tristeza perdimos la lucidez.
En muchos campos, como el modelaje o el periodismo, la fama (deseada o no) puede ser una consecuencia del trabajo bien hecho o un requisito para dedicar la vida cómodamente a lo que se desea hacer. Natalia París es considerablemente más exitosa que muchos de nosotros, Vicky Dávila también. 
Afortunado Julio César Turbay que fue presidente de Colombia, que nos vio la cara de tontos mientras nos burlábamos de él y se salió con la suya después de coartar muchas de nuestras libertades constitucionales durante cuatro años. Afortunadas Vicky Dávila y Natalia París que están allá al otro lado, donde llegan las pedradas, donde de verdad saben que la tontería se está cociendo día tras día de este lado, en el que actuamos como primates que arrojan objetos para llamar la atención del otro, como niños que conservan la crueldad pero perdieron hace rato la lucidez.
No sé si Natalia París sea una gran modelo, si es buena DJ o si es una empresaria tan exitosa como parece; no me gusta tampoco la forma en que Vicky Dávila hace periodismo, pero qué carajo... están en su derecho de perder la paciencia y devolvernos una pedrada en forma de madrazo de vez en cuando. Y nosotros, los montadores, saldremos corriendo a quejarnos ante padres y maestros porque no hemos cambiado nada desde la primaria.

martes, 23 de julio de 2013

Metas


El desayuno, el almuerzo o el café con María Elisa se convierten en conversaciones adyacentes que tratan temas vecinos, como las anécdotas personales o la visión del mundo. A veces creo que esas conversaciones reemplazaron un poco al ejercicio de reflexión que era este blog hace un par de años.
El caso es que esta semana hablábamos acerca de las metas de cada uno y de las metas de los demás. De la forma en que a la gente se le va convirtiendo en una meta irse a otro país, cambiar de carro, remodelar el apartamento o tener otro hijo. 
Le contaba yo que una vez le pregunté a un amigo por qué cambiaba su carro, por qué razón conseguir un mejor carro se había convertido en su meta y por qué necesitaba hacer ese cambio. Vi a mi amigo sumido en la angustia de la imposibilidad de explicarse a sí mismo y de paso explicarme a mí por qué cambiar de carro era su meta y toda la escena fue un poco triste.
Ahora bien, ¿cuál es la meta de uno en la vida? ¿Cuál es su propósito? ¿En qué consiste esa motivación que lo lleva a uno a levantarse todos los días y trabajar? No sé si tendemos a confundir las metas con las necesidades impuestas por el entorno. Hay gente que basa su felicidad es cambiar el carro, remodelar el apartamento, tener otro hijo y esperar con fe que su equipo de fútbol quede campeón durante la temporada que viene.
Yo me tracé como meta vivir la vida haciendo música y escribiendo. Eso no parece una meta. Al menos no parece una meta concreta con plazos precisos e indicadores cuantificables. Vaya uno a saber. A veces me parece que mi amigo - el de la conversación - envidia un poco que yo viva la vida sin un rumbo claro y a veces me parece también que yo envidio un poco su forma sencilla de vivir la vida, esperando cada tanto cambiar el carro, conseguir un apartamento, tener tal vez otro hijo y esperar que su equipo de fútbol quede campeón en la temporada que viene.
A veces soy yo el que sentado frente a una taza de café o ante las preguntas de María Elisa no sé cómo justificarme a mí mismo, no sé cómo explicar mi meta y cuál es la motivación que me lleva cada mañana a levantarme y seguir escribiendo o haciendo música y por qué no me interesa comprar un carro, cambiar de apartamento, tener un hijo o esperar con fe que un equipo de fútbol quede campeón en la temporada que viene.

lunes, 22 de julio de 2013

Apodos

Esta semana me preguntaron que por qué me decían Cosmo y tardé mucho tratando de explicar la anécdota tonta que le dio origen a mi sobrenombre. Durante el fin de semana he venido recordando los apodos que tuvieron mis amigos del colegio y de la universidad. 
Me acordé de "Káiser", al que mordió un perro llamado Káiser y nunca volvimos a llamar Jorge Eduardo. De "Depredador" (que no duró mucho) pero sirvió durante unos meses para denominar en secreto a una amiga de la universidad que nunca se quitaba las trenzas. Me acordé también de "el Gordito" al que siempre llamamos gordito porque el cariño no nos daba para llamarlo gordo. Me acordé de "Cachucha" que nunca se quitaba la gorra en la universidad y estaba tratando de disimular su calvicie. Me acordé también de "Moco Biche" al que al final del colegio llamábamos simplemente Moco porque cuando estábamos en séptimo le tomaron una foto en la que quedó hurgándose la nariz con el índice. Recordé también a "Poio" al que le decíamos así porque no podía decir pollo. Y también me acordé de "Filadelfia" y "Chinchiná" a los que llamaban así porque venían de esos pueblos. Me acordé de "Pelotas", de "Nucita", de "Gokú", de "Carepuño", de "Banano" (que me sirvió para un amigo del colegio y una amiga de la universidad). También me he venido acordando de "Burro con Sueño", "Platanote", "Cabecemotor", "Tiernito", "Régulo", "Chochis", "Guerrillo" y otros apodos del ejército que me van imposibilitando recordar los apellidos de sus poseedores. Me acordé del "Burro" (un tío que era muy malo para los matemáticas), del "Gato" (un amigo al que le dicen gato por el simple hecho de tener los ojos verdes), de "Anaconda" de "Garza" (alma bendita) y de otros apodos animales. Me acordé de tanta gente y me sorprendió que me costara trabajo recordar sus nombres de pila, o sus caras o qué pasó con ellos después de que dejamos de pasar tiempo juntos.

Bermejo


Soñé con Bermejo. No recuerdo qué fue lo que soñé, pero soñé con él. Bermejo era un Mayor del ejército que se desempeñaba como ejecutivo en el Batallón de Infantería Número 22  "Ayacucho" mientras yo presté mi servicio militar. Bermejo era un costeño mal encarado, agrio, como si se pasara todo el día masticando limones. Tenía fama de ser un peleador consumado, de haber comandado contraguerrillas sanguinarias, de entrar a la media noche al casino de oficiales pidiendo whisky con su "9 milímetros" en la mano. Todo el mundo lo trataba con respeto y lo llamaba "mi mayor" con más miedo que admiración. Solo Pardo, el comandante del batallón, era más antiguo y tenía un rango más alto que él, pero me atrevería a pensar que también le guardaba algo de respeto. Bermejo era feliz subiendo a cagar al baño contiguo a la oficina de sistemas y cuando salía de allí sus demonios internos (esos que comandaban contraguerrillas y pedían whisky agitando un arma de fuego) se quedaban durante varios minutos perfumando todas las oficinas del comando.
Supongo que anoche, en medio del sueño, me encontré con Bermejo tal como lo hice por última vez, evitando el respeto y el miedo aprendidos en el batallón: Habían pasado más de seis meses desde mi licenciamiento, pero los vicios de la vida militar se prolongan durante un tiempo en la vida civil. Yo estaba pescando con mi papá y mis hermanos en un lago artificial cercano a Manizales cuando sentí la voz de Bermejo y el anillo grueso que tenía en su mano izquierda dándome una palmada suave en el omoplato. Tuve que contener el impulso de pararme como un resorte y preguntar "¿qué ordena mi mayor?" cuando vi en su cara de limones una sonrisa ligera y recordé que yo ya no era un soldado. Preguntó si las cachamas estaban picando y yo le respondí que no, que probablemente ya habían almorzado. Minutos más tarde, un pez se prendió del anzuelo de una de mis hermanas menores. Me paré a ayudarla aliviado, dejando el tronco que me servía de silla al lado de Bermejo. 
"Es solo un militar" - me dije - y supongo que es lo mismo que pensé entre sueños anoche.

miércoles, 26 de junio de 2013

Endulzantes

- ¿Desea crema o algún endulzante?
- ¿Cuánto café se toma al día en esta funeraria, en la de al lado, en la de la calle de en frente? Yo me imagino que la gente viene, se sienta, se toma su tinto, intercambia pésames e historias y las conversaciones se repiten una y otra vez, cambiando apenas los interlocutores pero el guión debe ser más o menos el mismo y con lo joven que estaba y que lástima que nadie se lo esperaba, pero así es la muerte y un día nos va a tocar a todos y la gente va a estar un día tomando café y diciendo que es una lástima, e intercambiarán pésames e historias mientras es el cuerpo de uno el que está ahí en mitad de la sala. 
Nunca me han gustado los ataúdes ¿sabe? Me parece que es una cosa terrible terminar así esperando que se lo coman a uno los gusanos bajo la tierra o en una de esas fosas de cemento. Me parecen más bonitas las cenizas al viento, al mar, al río, donde sea que haya una corriente que se lleve lo que quedó de uno; pero así son las costumbres y ese vicio de la cristiana sepultura no nos lo vamos a quitar de la noche a la mañana. Yo pensaba en estos días en cómo habrá sido el entierro de Piper "Pimienta" Díaz. ¿Será que si bailaron las muchachas a la memoria del muerto? Fue como cuando encontraron el cadáver de Layne Staley. Yo me imagino que en abril el clima debe ser más bien húmedo en Seattle y el clima fue bueno con él y llovió una lluvia suave y discreta mientras él se quedaba dormido despacito en el sofá de su casa, con las agujas perforándole los brazos, el alma, con alguna canción bonita en la cabeza y su gata pidiendo comida. ¿Cuánto café se tomará al día en esta funeraria? No sé. Alguien habrá de hacerse la pregunta, los contadores de las funerarias, supongo, los administradores que dirán que habrá que revaluar eso de regalar el café porque la gente viene, se sienta, se toma su tinto, intercambia pésames e historias y de pronto se antojan de otra taza, de otra, de una más para ponerse al día en temas con ese primo que no ven hace años y que vino del exterior a despedirse del abuelo porque estaba viejito pero una lástima y nadie se lo esperaba. Yo creo que lo mejor es que se ahorre la crema, el azúcar, la estevia, la panela o lo que quiera que tenga. El café hay que tomárselo negro y amargo. De todas maneras muchas gracias.

martes, 18 de junio de 2013

Taxonomistas


Estoy cansado de las taxonomías y de los dogmas. Cada vez que alguien me pregunta qué tipo de música hago respondo que hacemos pop y lo hago de la manera más vulgar e irresponsable porque me harta entrar en los detalles específicos de aquellos que pretenden afiliarlo a uno de manera inamovible a un género musical, a una religión, a una profesión, a una orientación sexual, a una nacionalidad, a una tribu urbana.
En el mundo actual no podríamos vivir sin las taxonomías útiles que hemos acumulado durante siglos, pero apropiarse del papel de taxonomista y aplicarlo a la vida de los demás puede llegar a ser muy dañino y es de ahí - de esas taxonomías rígidas - de donde vienen los Hitler, los Uribe, los Bush, los monseñor Salazar y así mismo los Chávez, los Castro, los morenazis y los que los llaman morenazis, los hipsters que no se reconocen como tal, los antitaurinos recalcitrantes que piden estoques y banderillas para los toreros y las discusiones acaloradas por temas que deberían estar solucionados hace años en plazas como Facebook, Twitter y nuestro Congreso de la República.
Estamos en un mundo tan viejo (en un universo infinitamente más viejo) que es apenas un logro reciente y sumamente increíble que nos reconozcamos como seres humanos, que tengamos un lenguaje articulado, que entendamos nuestra propia mortalidad y que nos preguntemos qué hay después de la muerte o más allá de la vía láctea como para estar clasificándonos de forma irrefutable como caucásicos o afrodescendientes, como veganos o carnívoros irremediables, como metaleros o tropipoperos, como caudillistas o anticaudillistas, como gente de derecha o gente de izquierda. 
Las taxonomías son útiles, es cierto, pero después de determinado momento, de cierto giro irreconocible, se convierten también en pequeñas prisiones en las que nos reconocemos de forma poco acertada y en la que los demás nos encasillan, nos definen, nos encierran para siempre.

domingo, 12 de mayo de 2013

Fav

Llevaba mucho tiempo (más del que quisiera) sin salir a postrear y cafear con Carolina. Con ella las conversaciones siempre se mueven por lugares donde terminamos inevitablemente analizando el estilo de vida que llevamos y hoy terminamos hablando de lo complicado que es para esta generación de transición interpretar los nuevos lenguajes a los que nos vienen acostumbrando las redes sociales. 
Lamentamos un poco que la simplificación de la comunicación nos lleve a terrenos tan ambiguos como las infinitas posibilidades de interpretación que pueden darse al pulgar de Facebook, la estrella de Twitter o el corazoncito de Instagram. ¿No lo sienten ustedes también? ¿No sienten esa ambigüedad en la que nos movemos al interactuar con los demás en Internet? ¿No les agobia?
Ahora bien, si es complicado interpretar los pulgares, los corazones y las estrellas recibidas; es aún más complejo interpretar los pulgares, los corazones y las estrellas que entregan y reciben los demás. Esas interpretaciones como espectador sí que son terreno fangoso. 
Sucede que me canso (nos cansamos, porque a Carolina también le pasa) de esa interacción simplificada, de esos pulgares, de esos corazones y de esas estrellas; de esa ilusión de amistad y de contacto, de ese espejismo cotidiano en el que nos sumergimos todos los días.
La conclusión - si es que hay alguna - es que es bueno salir a postrear y a cafear de vez en cuando. Intercambiar palabras en vez de íconos, derramarse en prosa, compartir angustias y expectativas que son imposibles de resumir en esos espacios, conversar como cuando éramos adolescentes y nos escribíamos cartas a mano o nos pegábamos del teléfono fijo, antes de toda esa revolución 2.0 que nos conecta, nos acerca, nos dibuja espejismos y nos tiene comunicándonos - a los 30 - con mucha menos elocuencia de la que manejábamos a los 15.