Había solicitado viajar junto a la ventana, pero la
azafata me pidió amablemente que le cediera mi silla a una rubia pequeñita y
sonriente que había llegado muy encartada con dos pequeñas obras de arte
envueltas en cartón y que deseaba ubicar entre su silla y lo que en mi infinita
ignorancia llamaré en este momento “pared del avión”.
Esta es la tercera vez que vengo a Estados Unidos y
cada vez se me hace menos extraño que las mujeres les hablen a los hombres sin
un motivo aparente; así que ya no siento que alguien me esté coqueteando al
tratar de entablar una conversación amistosa.
Jessica me contó que había vivido en Bogotá durante
un año, que cada vez que regresaba a Nashville le sorprendía más el acento
marcado de sus paisanos y que entre más conocía el mundo menos apegada se
sentía a la ciudad que la vio nacer. Yo le conté que venía a visitar a mi
novia, que me sucedía lo mismo cada vez que iba a Manizales y que justo ahora la idea de ser un nómada se me hacía cada vez más atractiva.
Jessica me contó también que después de haber
trabajado con el gobierno colombiano se fue a vivir a Afganistán y que ahora
venía a pasar un mes con su familia antes de ir a hacer trabajo social a Malí.
Las obras que traía envueltas en cartón, por cierto, habían sido un regalo
hecho por un grupo de mujeres con el que había pasado unas semanas.
Valió la pena haberle cedido mi silla a Jessica.
Nunca le dije mi nombre. No creo, tampoco, que vuelva a verla.
Qué historia tan bacana. Cuando uno se libera del prejuicio del coqueteo se encuentra con gente muy chévere.
ResponderEliminarQue le vaya muy bien.
Saludos.
Las conversaciones de avión pueden ser muy bacanas. Ojalá pases delicioso en Nashville (y ojalá te tropieces con Ben Folds).
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