martes, 2 de febrero de 2010

Format C://El Principito



Decidí que ya era suficiente y que no tenía por qué aguantarme un día más ese maldito Windows Vista que por muy original y por mucha licencia incluída y por mucha garantía de Dell que tuviera, simple y llanamente me sabía a cacho. Saqué copia de las cosas necesarias, le pedí a un amigo una copia de Windows 7 (Format C:) y listo. Mi computador quedó como nuevo. Ni una sola canción, ni una sola foto, ni un sólo rastro del uso que le di durante 10 meses.
Dos días más tarde, mi amiga Lina Serna me devolvió un libro que le había prestado meses atrás y que estaba destinado a formatearme a mí para iniciar febrero sin una canción, sin una foto, sin un solo rastro de preocupación en mi cabeza: El Principito.
No recuerdo qué edad tenía cuando leí El Principito, pero sí recuerdo que lo hice durante una Semana Santa en Ibagué. Mientras Manolo ardía de fiebre gracias al sarampión, yo leía y leía.
Y en aquel entonces me pareció simplemente una historia agradable. Tenía toda la lógica, todo el sentido, toda la magia de la infancia.
Ayer, primero de febrero de 2010 (01022010), con 28 años de edad, volví a leer El Principito mientras hacía dos viajes en Transmilenio. Fue reconfortante recordar que en realidad lo importante siempre es invisible a los ojos, que las guerras eternas entre las flores y los corderos siempre serán más interesantes que todas las sumas del mundo, que al entablar vínculos no hacemos más que domesticarnos, que con el paso del tiempo las boas con elefantes en su interior comienzan a lucir como sombreros y que las cosas de la vida hay que vivirlas como vengan (sin hacernos preguntas, como si fuéramos niños) porque es de esa forma que son maravillosas.
¿Para qué angustiarnos con preocupaciones, con sumas y con restas si la vida siempre encuentra la forma de darnos lo que nos merecemos?

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