
Bogotá - Octubre 11 de 2007
¿Acaso vale la pena vivir en un mundo como éste en el que el Omega 3 es más popular que los Alfa 8? No sé si la nostalgia sirve de algo, pero a la larga es la única forma de conectarme con lo que realmente soy. La búsqueda de mí mismo a través del pasado, de los días en que las mujeres se conquistaban por cartas o largas llamadas al teléfono fijo. Días en que la voz me servía más que la presencia y la palabra escrita más que cualquiera de los malos piropos de mis amigos. O aquellos días en que hacíamos el amor escuchando a Eric Clapton o a The Beatles o a Soda Stereo; en vez de mover el culo en una discoteca esperando a ver si nos levantamos una borracha a punta de reggaetón, o una niña tonta que baila tropipop en círculo y aplaude.
¿Acaso vale le pena tomarse un tinto carísimo en Juan Valdez en vez de preparar café solos en casa y envenenarlo con ron para construir lentamente una deliciosa enfermedad acido péptica? ¿Cuándo dejamos de querernos tan intensa y dolorosamente? ¿Cuándo dejé de fijarme en la belleza de otras mujeres y dejé de prestarte atención para mirar hacia mi ombligo, hacia mis adentros, hacia mis miedos, mis complejos y mis taras? ¿Cuándo dejé de ver por los ojos de la mujer amada (sea cual sea su nombre, sea cual sea su rostro) para perseguir una libertad que no trae libertinaje ni felicidad? Pero una cosa sí es cierta nena, te lo digo y te lo repito porque siempre lo has sabido; yo tengo claro que la felicidad no está en una mujer; ergo mi felicidad no eres tú, no es ella, no son las demás. Y por ende la felicidad no viene en segunda persona del singular ni del plural, ni en tercera persona, ni en primera del plural… aunque cuando éramos "nosotros" fuimos felices juntos. ¿Realmente vale la pena abrir mi corazón y entregárselo a alguien más, así completico, crudo y sangrante como te lo entregué a ti?
Una vez Charlyz y yo llegamos a la conclusión de que ninguna mujer podría llegar a hacernos tan felices como lo fuimos cuando éramos niños. Hace unos meses lo repetí en una entrevista y nadie lo publicó. Por ende, y teniendo en cuenta mi afición a la nostalgia y el hecho de que jamás voy a volver a ser niño; estoy condenado a perseguir algo que nunca jamás tendré. A ser un buscador, un buscador inconforme como Horacio Oliveira. Esas son las tristezas de fondo: Prender el televisor y extrañar la televisión que se hizo en Colombia hasta 1997, antes de la atroz llegada de Caracol y RCN. Es marcar un número en el teléfono celular y recordar que ahora es casi imposible ponerse nervioso antes de llamar a una mujer y sentir cierto alivio cuando la mamá contesta y dice: "No está, ¿quieres dejarle alguna razón?". Es no utilizar el papel perfumado y doblado de formas inverosímiles para escribir cartas de amor, y reemplazar ese papel por el coqueteo estúpido y simple del Messenger o el Facebook al que me niego a entrar. Es creer que mi felicidad es ir a ver un grupo que se disolvió hace 10 años, extrañar el horrible uniforme de mi colegio y los días en que extrañaba la primaria, cuando extrañaba los días en que no estudiaba. La tristeza de fondo es tener los ojos en la espalda, estar mirando siempre hacia atrás y creerme el cuento estúpido que dice que todo tiempo pasado fue mejor, que Juan Pablo II sí tenía cara de Papa, que Manizales era más bonita a mediados de los noventas y que el clima era más agradable en la infancia, que es mejor soñar con ser músico que luchar día a día por conseguirlo, que la Princesa Diana hubiera podido ser una reina preciosa, que la Madre Teresa de Calcuta era increíblemente buena y nadie será como ella, que jamás habrá otra Señorita Colombia como Paola Turbay, otro equipo de fútbol como el América del 87, el Once Caldas del 98 o la selección Colombia del 93, que nunca volveré a ver faenas como las de Juan Mora o César Rincón en sus mejores años. La tristeza de fondo es frenarme, no abrirle del todo la puerta a esas personas que quieren brindarme un cariño nuevo, fresco, desinteresado; es desconfiar de todos y de todo, saber que desde que cumplí 25 mi cuerpo empezó a envejecer y ya no soy el niño que le ayudaba a su mamá a lavar las medias mientras esperaba que viniera el hermanito con el que soñaba. Es recordar con melancolía los atardeceres en Chipre intentando infructuosamente elevar cometas con mi papá que por aquel entonces tenía la edad que tengo ahora. No corazón, las tristezas de fondo no se curan con fluoxetina, mirtazapina o trazodona. Las tristezas de fondo se curan de una forma que no conozco, de una forma que estoy buscando para volver a ser el chico que te gustó hace 10 años o el que te enamoró hace 6; para volver a ser alguien que pueda hacer feliz a una mujer con cosas simples como cartas, llamadas, besos, caricias, masajes, conciertos, un picnic de lectura o una noche de esclavitud voluntaria, una lágrima viendo El Gran Pez, un consejo acertado, la sorpresa ante una nueva pieza de ropa interior, la felicidad secreta de ir juntos por la calle, ver una pareja con un cochecito y pensar que tal vez algún día… que tal vez algún día…
¿Acaso vale la pena vivir en un mundo como éste en el que el Omega 3 es más popular que los Alfa 8? No sé si la nostalgia sirve de algo, pero a la larga es la única forma de conectarme con lo que realmente soy. La búsqueda de mí mismo a través del pasado, de los días en que las mujeres se conquistaban por cartas o largas llamadas al teléfono fijo. Días en que la voz me servía más que la presencia y la palabra escrita más que cualquiera de los malos piropos de mis amigos. O aquellos días en que hacíamos el amor escuchando a Eric Clapton o a The Beatles o a Soda Stereo; en vez de mover el culo en una discoteca esperando a ver si nos levantamos una borracha a punta de reggaetón, o una niña tonta que baila tropipop en círculo y aplaude.
¿Acaso vale le pena tomarse un tinto carísimo en Juan Valdez en vez de preparar café solos en casa y envenenarlo con ron para construir lentamente una deliciosa enfermedad acido péptica? ¿Cuándo dejamos de querernos tan intensa y dolorosamente? ¿Cuándo dejé de fijarme en la belleza de otras mujeres y dejé de prestarte atención para mirar hacia mi ombligo, hacia mis adentros, hacia mis miedos, mis complejos y mis taras? ¿Cuándo dejé de ver por los ojos de la mujer amada (sea cual sea su nombre, sea cual sea su rostro) para perseguir una libertad que no trae libertinaje ni felicidad? Pero una cosa sí es cierta nena, te lo digo y te lo repito porque siempre lo has sabido; yo tengo claro que la felicidad no está en una mujer; ergo mi felicidad no eres tú, no es ella, no son las demás. Y por ende la felicidad no viene en segunda persona del singular ni del plural, ni en tercera persona, ni en primera del plural… aunque cuando éramos "nosotros" fuimos felices juntos. ¿Realmente vale la pena abrir mi corazón y entregárselo a alguien más, así completico, crudo y sangrante como te lo entregué a ti?
Una vez Charlyz y yo llegamos a la conclusión de que ninguna mujer podría llegar a hacernos tan felices como lo fuimos cuando éramos niños. Hace unos meses lo repetí en una entrevista y nadie lo publicó. Por ende, y teniendo en cuenta mi afición a la nostalgia y el hecho de que jamás voy a volver a ser niño; estoy condenado a perseguir algo que nunca jamás tendré. A ser un buscador, un buscador inconforme como Horacio Oliveira. Esas son las tristezas de fondo: Prender el televisor y extrañar la televisión que se hizo en Colombia hasta 1997, antes de la atroz llegada de Caracol y RCN. Es marcar un número en el teléfono celular y recordar que ahora es casi imposible ponerse nervioso antes de llamar a una mujer y sentir cierto alivio cuando la mamá contesta y dice: "No está, ¿quieres dejarle alguna razón?". Es no utilizar el papel perfumado y doblado de formas inverosímiles para escribir cartas de amor, y reemplazar ese papel por el coqueteo estúpido y simple del Messenger o el Facebook al que me niego a entrar. Es creer que mi felicidad es ir a ver un grupo que se disolvió hace 10 años, extrañar el horrible uniforme de mi colegio y los días en que extrañaba la primaria, cuando extrañaba los días en que no estudiaba. La tristeza de fondo es tener los ojos en la espalda, estar mirando siempre hacia atrás y creerme el cuento estúpido que dice que todo tiempo pasado fue mejor, que Juan Pablo II sí tenía cara de Papa, que Manizales era más bonita a mediados de los noventas y que el clima era más agradable en la infancia, que es mejor soñar con ser músico que luchar día a día por conseguirlo, que la Princesa Diana hubiera podido ser una reina preciosa, que la Madre Teresa de Calcuta era increíblemente buena y nadie será como ella, que jamás habrá otra Señorita Colombia como Paola Turbay, otro equipo de fútbol como el América del 87, el Once Caldas del 98 o la selección Colombia del 93, que nunca volveré a ver faenas como las de Juan Mora o César Rincón en sus mejores años. La tristeza de fondo es frenarme, no abrirle del todo la puerta a esas personas que quieren brindarme un cariño nuevo, fresco, desinteresado; es desconfiar de todos y de todo, saber que desde que cumplí 25 mi cuerpo empezó a envejecer y ya no soy el niño que le ayudaba a su mamá a lavar las medias mientras esperaba que viniera el hermanito con el que soñaba. Es recordar con melancolía los atardeceres en Chipre intentando infructuosamente elevar cometas con mi papá que por aquel entonces tenía la edad que tengo ahora. No corazón, las tristezas de fondo no se curan con fluoxetina, mirtazapina o trazodona. Las tristezas de fondo se curan de una forma que no conozco, de una forma que estoy buscando para volver a ser el chico que te gustó hace 10 años o el que te enamoró hace 6; para volver a ser alguien que pueda hacer feliz a una mujer con cosas simples como cartas, llamadas, besos, caricias, masajes, conciertos, un picnic de lectura o una noche de esclavitud voluntaria, una lágrima viendo El Gran Pez, un consejo acertado, la sorpresa ante una nueva pieza de ropa interior, la felicidad secreta de ir juntos por la calle, ver una pareja con un cochecito y pensar que tal vez algún día… que tal vez algún día…
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