viernes, 29 de octubre de 2010

Chocolate Hazelnut Breadspread

El taxi se detuvo y ante la imposibilidad de darte un beso en el trayecto de regreso del café a la casa busqué alguna excusa tonta para bajarme. Pagué la carrera y subí por una cucharada de dulce de chocolate y avellanas. Nos sentamos en el balcón, nos fumamos un cigarrillo tiritando de frío mientras el agua hervía para compartir juntos un té negro. Me senté en tu cama a ver fotos viejas. Te sentaste en mis piernas y cuando intenté besarte me esquivaste con una sonrisa maliciosa. Ahí, justo en ese momento, perdí el control y apenas ahora tiendo a recuperarlo lentamente. El beso me lo diste tú. Te acercaste despacio y yo te tomé la cara con la mano derecha. No recuerdo cuándo había sido la última vez que había dado un primer beso y me sentí como un niño y fui feliz, porque si un primer beso no te hace sentir pequeño entonces no vale la pena. Tenía el sabor del cigarrillo, de la cerveza, de la carne, del té, pero sobre todo del dulce de chocolate y avellanas. Cuando pedí el taxi me acompañaste hasta la puerta caminando trepada en mis zapatos, besándonos como si fuera el último beso inocente, el último beso de dos niños que apenas se tocan los labios por primera vez. Retrocedí prolongando cada paso, haciéndolo eterno porque en la parte trasera de mi cabeza estaba grabado ya que iba a perderte después de esa noche. Fue una despedida. Lo recordé esta mañana mientras me decías hasta luego, mientras esperabas el eterno viaje del ascensor subiendo del primer piso al octavo. Ahora era yo quien estaba sin zapatos, quien regresaba despacio a la cama y se despedía de ti para seguir escribiendo, sonreí porque sentí - por un efímero instante - que en el pecho estaba grabado ya que eras mía esa noche, esta mañana, siempre.

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