lunes, 2 de noviembre de 2009

May God bless that Basterd!


Siempre he creído que los genios contemporáneos son los cineastas. Son como pequeños discípulos de Leonardo Da Vinci que tienen en su cabeza la música y la arquitectura o que, en otras palabras, dominan las dos dimensiones que los artistas de la interpretación y de la plástica dominamos por separado: el tiempo y el espacio.
Quentin Tarantino es un genio. Un genio sin remedio que ha sido capaz de subvertir los parámetros establecidos en el cine y que ha sabido convertir su nombre en una apuesta estética propia, en una marca: una marca bañada en sangre y en la belleza propia de la violencia y los impulsos de venganza que todos llevamos dentro.
Con Inglourious Basterds Tarantino se atreve de nuevo: se atreve a contar la historia del siglo XX desde sus propios ojos, se atreve a contarla a su manera, se atreve a darle giros irreales y a soprendernos cuando todos esperamos que las imágenes se ajusten a los hechos que nos cuenta todo el día History Channel (o como Manolo y yo lo llamaríamos: WW II TV).
Tarantino se metió con los gángsters y lo hizo bien. Tarantino se metió con la Yakuza y lo logró. Tarantino se metió con los nazis, les metió la mano a los bolsillos, les sacudió los bolsillos, se adueñó de otras estéticas, exageró como siempre y nos contó una historia genial que a mí me mantuvo con taquicardia al menos durante los últimos 20 minutos de la película. Tarantino se metió con Hitler y cumplió - en celuloide - el sueño dorado de cualquier judío.
Pensé que Tarantino ya no podría sorprendernos más y estaba terriblemente equivocado.
¡Gracias a Dios por Quentin Tarantino! El mundo necesita genios, figuras notables, historias que valgan la pena y Quentin Tarantino nos da todo eso cada que una de sus películas entra a la cartelera.
May God bless that basterd!

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