domingo, 1 de agosto de 2010

Martín

Con un suave grito entrecortado quisiste pedirme que aún no cruzara la calle, pero yo ya me había lanzado a toda velocidad antes de que ese taxi llegara a donde estábamos. Crucé con las bolsas llegando sano y salvo hasta el sardinel, pero tú te quedaste en la acera sosteniendo ese primate de peluche que acababas de comprar y al cual, unos pasos atrás, bautizaste como Martín.
Nadie diría que ésta era una tarde de julio. Parecías el sueño adolescente de un chico en Seattle que mira a su pequeño objeto de adoración entre la lluvia. El aluvión de vehículos te impedía llegar hasta donde yo te esperaba y lucías perfecta con esa expresión de niña indefensa, con tu blusa de colores marinos, con tus botitas moradas, con ese jean apretado que dibujaba en la tarde gris el hermoso contorno de tu caderas, con el pelo pintado de un color que evidentemente no es el tuyo y al cual empiezan a notársele ya las raíces oscuras, con Martín (el afortunado Martín) apretado entre tus brazos y contra tu pecho.
El frío te hacía temblar y el aluvión de vehículos me impedía regresar por ti (quería darte un abrazo termogénico), pero a la larga no importaba. El amor está compuesto de breves instantes de certeza, de ver a mi pequeño objeto de adoración entre la lluvia, de apretar un primate de peluche entre los brazos y el pecho, de esperar que termine el aluvión de vehículos, de verte cruzar la calle y tenerte cada vez más cerca, de sentir en el pecho la congestión de tu proximidad, de tratar de besarte y que te rías al esquivar mis labios, de decirte que te amo y que después de tanto tiempo aún no me lo creas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario