domingo, 1 de mayo de 2011

Tus melancólicos ojos azules

En repetidas ocasiones, durante aquellos años adolescentes de terrible inseguridad, me pregunté si no hubiese sido mejor tener los ojos azules de mi papá y no los ojos marrones de mi mamá. Pensaba - de forma ingenua - que los ojos azules me harían lucir más agradable y eso me abriría más puertas en una sociedad que se dejaba seducir fácilmente por las apariencias; por aquello que fuese agradable a los sentidos. No fue sino hasta que sentí por primera vez que estaba felizmente enamorado y felizmente correspondido que empecé a generar gratitud por mis rasgos físicos y estar cómodo con mi talla baja, con mi frente enorme, mi cabezota descomunal y mi barbilla prominente, sintiéndome también un poco encantado por mis ojos marrones.
Hace unos días escribí en Twitter que unos ojos en los que predomina la función estética por encima de la función representativa o referencial serían simplemente arte, algo bello pero inútil más allá de su propia hermosura. La idea no es nueva: Mi papá nunca vio bien del todo, sus ojos azules transmiten toda la melancolía que guarda desde su infancia pero siempre tuvo que usar gafas y ahora, gracias a la retinopatía diabética, está casi completamente ciego.
Mi papá siempre se preocupó por dejarme algo, por construir una empresa que algún día pudiera compartir y coadministrar con mis hermanos asegurándome así un mejor futuro, una vida menos dura que la suya, algo más valioso y constructivo que un simple rasgo físico como el color de los ojos. Malas jugadas administrativas, la lógica cambiante del mercado y el conflicto armado colombiano se encargaron de arrebatarle esa empresa de las manos, de hacer humo los sueños que había construido años atrás; entonces ahora que también soy un hombre busco en mí mismo aquellas cosas que heredé de mi padre y aunque no tengo el color de sus ojos ni la empresa que quería dejarnos a mí y a mis hermanos puedo verlo cada que me miro al espejo. 
Mi papá está en mis gestos, en la forma que tengo de mover la boca al hablar, en mi sentido del humor, en el afán de hacer reír a quienes tengo a mi alrededor, en mi debilidad por los dulces, en mi admiración fervorosa por la figura de la mujer. Mi papá está en mi sensibilidad, en mi amor por la música, en mi melancolía dominical, en mi gusto por la lectura y - tal vez lo más importante - mi papá está en mi voz. Mi papá canta conmigo cuando me subo a la tarima, mi papá toca guitarra a través de mis dedos, mi papá se enamora conmigo cuando yo me enamoro, cuando me apena cantarle a una mujer una canción como lo hacía él al llegar a media noche la casa acompañado por músicos de cuerda soltándole a mi mamá una tanda de boleros en la sala.
Otra vez llegó mayo y mi papá cumple 56 años. En vez de felicitarlo por teléfono quiero decirle otra cosa: "No necesito más herencias, papá, no necesito nada más. En algún otro plano existe un cuerpo que es el reflejo del alma y de las cosas que llevamos por dentro, ese otro cuerpo mío tiene tus melancólicos ojos azules."

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