jueves, 24 de marzo de 2011

De uno a doscientos

Lucía como algo que no había imaginado, como un pálido fantasma que salía desde la oscuridad de un museo para llevarme a almorzar. Le confesé que estaba perdido, que mi terquedad y mi autosuficiencia no habían sido efectivas para encontrar a tiempo el lugar de nuestra cita. Tratando de superar la incomodidad y la timidez de un primer contacto quise hablar mucho, de cualquier cosa, tratar de dar al ‘cara a cara’ la misma fluidez de las conversaciones sostenidas por otros medios. Lucía como una profesora, como alguien que tiene el conocimiento y el control, como alguien que detrás de sus anteojos te examina y te califica de cero a diez. Sentí la excitación de aquel que tiene en frente un hermoso y deseado objeto de estudio, un sueño distante materializado, un personaje de ficción que por primera vez deja de ser intocable. Quise tener puestas mis gafas oscuras, haber llevado la armadura, ser de nuevo Cosmo DaKitten y no estar desnudo frente a ella, sentirme observado por 50.000 personas frente al escenario en vez de estar expuesto ante sus ojos dulcemente inquisidores. Mi mirada empezó a perderse, a buscar refugio en el paisaje.
Salimos a caminar y compartimos el sol. Lucía segura de sí misma, del compás que iban marcando ella y sus tacones sobre la acera caliente, de los tiempos que cada tanto acentuaba con su mano al subir la tirilla del vestido que insistía en caerse, de su pelo enmarañado, del viento en su cara, de la ciudad que yo apenas recordaba, de la música que se desprendía de su cuerpo mientras yo me sentía tan torpe con la chaqueta en la mano, con mi prevención de tierra fría, preocupado por mi cabellera derrotada por el calor y la humedad. Recorrimos juntos calles por las que yo ya había caminado antes, esculqué en mi memoria y recuperé las sonrisas que años atrás su ciudad me había robado, sentí un cariño inmenso del que no quise hablar. Nos sentamos junto a la puerta de un bar para escuchar el río. Lucía como un guión de película, como un argumento de novela, como la sinopsis de un cuento, como la primera estrofa de una canción, como una mujer que se hacía carne y hueso al contarme historias de su vida detrás de un café, de una cerveza, de una jarra de sangría, de unas tapas, de un plato vegetariano.
Cayó la tarde y con la oscuridad, el frío y la presencia de mis amigos perdí un poco esa sensación de estar jugando de visitante. Lucía como la chica que quería volver a ver al día siguiente para decirle que quería tocarla – pero no me atrevía - , concentrarme en el movimiento de su boca al hablar, en su reacción cuando me escuchara decirle: - “Hoy me gustas más que antes”.
Si un día volvemos a vernos procuraré recuperar la mirada, traerla del paisaje hacia ella, concentrarme en examinarla sin calificarla de uno a diez ni de uno a doscientos, confesarle que de nuevo estoy perdido, que mi autosuficiencia y mi terquedad sirven de poco, que me dan ganas de escuchar su voz de nuevo, de sentarla en el sofá de mi casa, de vencer el miedo escénico que sólo me da por fuera del escenario y tocarle con mi nueva guitarra una canción de Jorge Drexler.

2 comentarios:

  1. Què rico ese plan de tocadita de guitarra en tu casa.

    Muy bonito el post.

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  2. Gracias. Yo tiendo a utilizar la palabra entrada para referirme a cada post en el blog, porque el post me suena al "post". Claro que hay posts bonitos y posts en los que uno quiere desaparecer. Este blog tiende una marcada tendencia hacia los posts bonitos. Y los inútiles.

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